domingo, 13 de marzo de 2011

RAMON MENENDEZ PIDAL


 (1869-1968)

Filólogo y historiador español, nacido en La Coruña el 13 de marzo de 1869 y fallecido en Madrid el 14 de noviembre de 1968.
De padres asturianos, fue el quinto de sus hijos. Durante su infancia y juventud, sigue los pasos de su padre, magistrado, por diversas ciudades españolas: Oviedo, Valladolid y Albacete, donde iniciará el bachillerato, así como Madrid y el destino final del padre en Burgos, donde moriría en 1880. En 1883, la familia se traslada a Madrid, donde reciben el apoyo y la protección de los primos de su madre, Luis y Alejandro Pidal y Mon, segundo marqués de Pidal este último. Ya en Madrid, decide estudiar Filosofía y Letras, bien que, por imperativo familiar, se vea obligado a cursar a la vez la carrera de Derecho. Durante su carrera, tuvo gran importancia en el que sería posterior desarrollo de su obra el descubrimiento de la obra de Milá y Fontanals De la poesía heroica popular castellana que le mostró un método mucho más rigurosos y científico que el que imperaba en la universidad madrileña de mano de profesores brillantes pero superficiales como Sánchez Moguel, con cuya estrechez de miras hubo de tropezar el joven investigador en sus primeros años. Son los años en los que descubre en la biblioteca del Ateneo libros que, como la Gramática de las lenguas romances de Federico Díez o la Gramática de Meyer-Lübke, eran desconocidos o despreciados en la universidad pero que le descubren el comparatismo como método de investigación y los frutos que, en el estudio de la lengua y la literatura española, había dado ya de la mano de numerosos investigadores de toda Europa, especialmente alemanes en tanto. Mientras, nuestros estudios lingüísticos permanecían en manos de aficionados y la universidad permanecía en un estado de languidez casi moribunda.
El único aliento desde dentro del mundo académico vendrá de la mano de Marcelino Menéndez y Pelayo del que fue alumno circunstancialmente durante la licenciatura, aunque no sería hasta los años de doctorado cuando trabaría conocimiento más profundo con el que habría de considerar su maestro definitivo. Con todo, el método de ambos difería sustancialmente en el punto de vista, toda vez que, frente al hispanismo exacerbado del santanderino, Menéndez Pidal será partidario de un enfoque romanista más amplio de miras que el del anterior.
En 1892, se doctoró con un trabajo sobre las fuentes de El Conde Lucanor que nunca lo satisfizo dado que hubo de llevarlo a cabo casi sin dirección, toda vez que Sánchez Moguel apenas le prestaba atención. Fue un trabajo utilizado como base de investigaciones posteriores, toda vez que, cuando pensaba reescribirlo, ajeno ya a la vigilancia de Sánchez Moguel, la Real Academia convocó, ya en 1893, un premio al mejor estudio sobre el Cantar de Mío Cid, premio al que se presentó y en el que resultó vencedor con un trabajo que no se ha llegado a publicar en su estado original y que se conserva, al parecer, en la Academia. Con todo, sin duda el material que incluyese aquel estudio inicial fue utilizado como base de la magna investigación que sobre el Cantar realizaría en años posteriores. En la preparación de este estudio será fundamental la influencia de las obras de Gaston Paris y Leite de Vasconcellos, que le muestran una perspectiva más amplia que la utilizada hasta entonces en España. Mientras, logra un trabajo como funcionario en la Dirección General de Enseñanza que le permite ayudar económicamente a su familia. En 1893 Menéndez y Pelayo le abre las puertas de su biblioteca de Santander, donde lo invita a investigar. Ello afianzará la amistad entre ambos. En estos años, participa en la Escuela de Estudios Superiores del Ateneo madrileño con unas conferencias sobre Los Orígenes de la Lengua Castellana que le valieron duras e injustas críticas de Clarín, enfrentado políticamente con la familia de Menéndez Pidal, especialmente con su hermano Juan, representante en Oviedo de los personajes ultramontanos a los que criticaba en La Regenta.
En 1896 ve la luz su primer estudio: La Leyenda de los Siete Infantes de Lara, que recibirá al año siguiente el premio al talento de la Academia de la Historia, y en 1898 el Catálogo de las Crónicas Generales de España, un intento de establecer un árbol genealógico de cincuenta y cuatro textos de la Crónica alfonsí. De 1898, aunque ampliada en la nueva edición de 1917, es también la Antología de prosistas castellanos, que conoció un éxito editorial sin precedentes, dada la carencia de publicaciones de este tipo en España, y la primera contribución del joven investigador a una revista especializada extranjera: la Revue Hispanique, recientemente fundada en París, a la que contribuye con el artículo "El Poema del Cid y las Crónicas generales de España". Asimismo fue 1898 la fecha de la primera edición paleográfica del Cantar de Mío Cid. A éstos siguen, en 1899, sus Notas para el romancero del Conde Fernán González, con las que amplía el estudio del romancero e inicia su trabajo sobre la leyenda de los orígenes de Castilla.
Por estos años, comienza a tratar a María Goyri, joven filóloga con la que se casará en 1900, apartándose del rumbo que pretendía imponerle su tío Alejandro, quien le preparaba una boda con una rica heredera y pretendía hacer de él el intelectual del partido conservador a la sombra de Menéndez y Pelayo. De su matrimonio nacerán tres hijos: Ramón, muerto en 1908 en la casa de vacaciones de El Paular (Madrid), Gonzalo y Jimena. El poco apego del joven investigador a la vida mundana, así como su visión ajena al nacionalismo exagerado de los conservadores, lo apartan de los senderos políticos por los que se había movido su familia. Al tiempo, su flexibilidad de ideas le permitió mantener larga y profunda amistad con Unamuno, tan distante de él en carácter y formación como en método de trabajo. En 1899, había obtenido la cátedra de Filología Comparada (latina y española) en la Universidad Central de Madrid y en 1902, ingresó en la Academia, institución de la que fue director en 1925 y 1947, tras ser apartado de ella en 1939. En el mismo 1902, el descubrimiento de un nuevo manuscrito del Poema de Yuçuf le lleva a realizar una edición que mejora la anterior de Morf y Schmitz y que, con su modestia habitual, decidió subtitular "Materiales para su estudio".
En 1907, se creó la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas que proporcionó medios a numerosos investigadores de las ramas más variadas de las ciencias humanas. De ella formó parte desde su constitución (primero con rango de vocal y, desde 1910 hasta 1930, como vicepresidente) así como del Centro de Estudios Históricos, creado en 1910 como organismo dependiente de la Junta, desde el que impulsaría todas las ramas de la filología así como la historia y sus disciplinas afines. Ambos organismos permitirían completar al maestro su labor docente y crear toda una escuela. Desde el comienzo, Menéndez Pidal compatibilizó las direcciones del Centro y de la sección de Filología. Las primeras líneas de investigación del nuevo organismo fueron la dialectología, la fonética y la documentación necesaria para el estudio de la lengua medieval, la literatura anterior al XVI y la de los Siglos de Oro, con atención especial al Romancero y al teatro. En 1914, comienza a publicarse dentro del Centro la Revista de Filología Española, en la que colaboran, desde los primeros números, Gili Gaya, Sánchez Cantón, Américo Castro, Navarro Tomás y García Solalinde, así como el mejicano Alfonso Reyes, uno de los primeros alumnos extranjeros del Centro. Durante veintitrés años, fue Menéndez Pidal la cabeza visible de la Revista, bien que no trabaje a fondo en su organización, absorbido por una labor investigadora tan amplia como importante. Con todo, su participación será activa y constante en la revista, como lo muestra la serie de artículos que publica entre 1914 y 1916 con el título de Poesía popular y romancero.
En 1912, ingresa en la Academia de la Historia, aunque no leerá el discurso hasta 1916. Son años de trabajo infatigable y de reconocimiento internacional; la década que va de 1904 a 1914 afianza la figura de Menéndez Pidal como cabeza visible de la filología hispánica tras las muertes de Rufino José Cuervo, Menéndez y Pelayo, Lenz y Hanssen. Así, honores como el de ser nombrado Comisario del rey en el conflicto de fronteras entre Perú y Ecuador en 1904 o el encargo de dirigir la sección de filología de la revista Cultura Española, publicada entre 1906 y 1909. En 1913 fue nombrado consejero especial del Ministerio de Instrucción Pública, honor al que acompañan, en el mismo año, la Medalla de Plata de la Hispanic Society de Nueva York (al acudir a los Estados Unidos a dar varias lecciones magistrales en las universidades John Hopkins y Columbia, entre ellas la leída y publicada en francés L'épopée castillane à travers la littérature espagnole) y la recepción en la Accademia dei Lincei de Roma. En 1914 el Centro publica la edición facsímil del Cancionero de Romances impreso en Amberes entre 1547 y 1549. Asimismo, durante la Segunda Guerra Mundial, visita por dos veces París, dentro de una comisión de intelectuales españoles que apoyaban la causa aliada.
En 1919, al cumplir los cincuenta años, es elegido presidente del Ateneo madrileño y en 1925, con motivo de sus veinticinco años como catedrático, el Centro de Estudios Históricos le brindó un homenaje en el que colaboraron más de 130 lingüistas y filólogos de todo el mundo. En 1927, sufre un desprendimiento de retina en el ojo derecho que lo obligará al reposo y le hará perder la vista en dicho ojo. Fruto de dicha ceguera será la Flor nueva de Romances viejos (1928), recopilación que ha supuesto el primer acercamiento al romancero para generaciones enteras de estudiantes hasta el inicio de recopilaciones posteriores como las de Di Stefano, Alvar o Díaz Roig, preparadas con criterios más modernos.
Hasta 1936, su prestigio no hace sino crecer: desde el Centro de Estudios Históricos dirige numerosos trabajos y va creando escuela y se le otorgan numerosos honores. Asimismo, su valiente carta abierta a Primo de Rivera, firmada y publicada en solitario con motivo de la clausura de la universidad de Madrid en 1929, le acarreó numerosas simpatías. Del mismo modo, su enfrentamiento con Rovira, partidario de una república federal y catalanista extremo, llevaron a que se lo considerara como posible candidato a la presidencia de la República, candidatura que rechazó, así como el acta de diputado que se le ofreció. Su actividad política se había reducido a la de un ciudadano particular que interviene con su opinión en los asuntos de estado cuando estos afectan a su labor profesional. Sí que intervendrá, en cambio, en la creación de la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo, de la que será secretario su discípulo Pedro Salinas. Asimismo, presidirá la Junta de Relaciones Culturales, dependiente del Ministerio de Estado. Al tiempo, prosigue su labor investigadora y prepara reediciones de trabajos ya agotados y atrasados como el inicial La leyenda de los Siete Infantes de Lara, que ve la luz en 1934. El estallido de la guerra civil lo encuentra en Madrid, donde permanece hasta que consigue permiso para viajar a Burdeos con su familia. Desde allí, tras ocupar durante dos meses una cátedra, acepta la invitación de la Universidad de La Habana para pronunciar una serie de conferencias y ocupar la cátedra de Historia de la Lengua Española. En 1937, se traslada a Columbia, siempre triste por la situación española y siempre deseoso de evitar a ambos bandos, lo que le llevó a romper formalmente con la causa republicana. En 1938, se encuentra en París, donde reanuda sus investigaciones en la biblioteca de La Sorbona.
Tras la guerra, vuelve a Madrid, donde recibirá un trato desigual, toda vez que será sometido al Tribunal de Responsabilidades Políticas y apartado de la dirección de la Academia hasta 1947 por negarse a realizar el juramento en el Instituto de España al que se obligaba a todos los académicos. Con muy diferente actitud, la Academia de la Historia lo ayudó en el cumplimiento de trámite tan enojoso como desagradable para el ya anciano investigador. Los últimos treinta años de su vida, los pasó trabajando de forma infatigable en su casa de Chamartín, sede en la actualidad del Seminario Menéndez Pidal, dirigido por su nieto Diego Catalán, donde recibía las visitas de colaboradores y alumnos. Con todo, recibió desaires como la suspensión por orden gubernativa, en 1947, del acto en el que se lo iba a nombrar hijo predilecto de La Coruña o los ataques de que fue objeto, entre ellos uno particularmente sañudo del profesor Entrambasaguas, por su escasa ortodoxia política y su tendencia a la reconciliación, palpable en la abundante correspondencia con Américo Castro, que se contradicen con hechos como la publicación a cargo del CSIC de siete tomos de Estudios dedicados a Menéndez Pidal que vieron la luz entre 1950 y 1962 como homenaje en sus ochenta años. En estos últimos años, debe enfrentarse, además, a la muerte de discípulos como Amado Alonso, la de su esposa, que fallece en 1954 o la de su yerno, Miguel Catalánque muere de forma repentina en 1956. En 1965, sufre una trombosis que lo deja medio paralizado, bien que consciente, y de la que nunca se recuperará por completo. Falleció en su casa de Madrid el 14 de noviembre de 1968.
Obra
Su figura alcanzó un relieve internacional suficiente como para sacar de su decadencia a la filología española. En este aspecto, Menéndez Pidal, auxiliado tan sólo por la biblioteca del Ateneo madrileño y el magisterio indirecto de Milá y Fontanals, introdujo el comparatismo en la universidad española, corriente que, todavía a finales del XIX era una completa desconocida entre nosotros. Hasta el final de sus días, su cosmopolitismo, fruto de las investigaciones comparatistas, fue constante en el enfoque de su trabajo.
Su método se caracterizó por el rigor en la sistematización de datos y la búsqueda de un estilo que permitiera una comunicación fácil, alejado tanto de la sequedad científica de Milá y Fontanals como del exceso retórico de filólogos como Gayangos, Cotarelo o el propio Menéndez y Pelayo. Con todo, su principal mérito fue el de establecer una obra que sigue sirviendo como base de investigaciones posteriores que la amplían, corrigen o matizan, superada ya la leyenda blanca que, como señaló Malkiel, envolvía la figura del don Ramón imposibilitando cualquier crítica o retoque a una obra que se consideraba punto menos que sagrada. Muy al contrario, los últimos años han conocido una moda de desprestigiar por sistema la obra de Menéndez Pidal, incluso por parte de aquellos que bebían en las fuentes por él allegadas, que parece remitir al calor de investigaciones como las mencionadas de Samuel Arminstead o de Francisco Márquez Villanueva.
Desde sus primeros trabajos, la figura de Menéndez Pidal destaca por el hecho de fundir las características y los conocimientos propios del historiador, el paleógrafo y el filólogo en disciplinas tales como la etimología, la métrica, la toponimia o la gramática histórica. Con todo, se le ha criticado el excesivo apego a una serie de temas, bien que tal crítica prescinda del constante apoyo brindado a numerosos discípulos que trabajaban en áreas ajenas a las de su propia línea investigadora. Como maestro, su labor crítica se caracterizo por el rechazo del dogmatismo y de la crítica destructiva, lo que alentó a numerosos investigadores a embarcarse en proyectos ambiciosos que tomarían cuerpo en nuevas líneas de investigación. En su estela se sitúan figuras tan sobresalientes en el campo de la filología como dispares entre sí, prueba de la flexibilidad de Menéndez Pidal en el trato. Son investigadores de la talla de Tomás Navarro Tomás, Federico de Onís (los dos primeros discípulos Centro), Américo Castro (con el que mantuvo constante correspondencia hasta sus últimos días y cuya presencia añoró desde el exilio de éste), Amado Alonso, Antonio García Solalinde, Dámaso Alonso, Pedro Salinas, Samuel Gili-Gaya, Rafael Lapesa, Juan Corominas, Vicente García de Diego, Marcel Bataillon o Miguel Asín Palacios, entre otros muchos. Asimismo, dentro de su propia familia, su nieto Diego Catalán y su sobrino-nieto Álvaro Galmés de Fuentes figuran entre los discípulos del gran investigador. Por otra parte, a través de su obra y más allá de su muerte, su figura informa el método de investigadores actuales de la talla de Samuel G. Arminstead, que ha llegado a demostrar muchas de las hipótesis que Menéndez Pidal se limitara a indicar, tales como el parentesco entre la épica y la balada germánica y la española.
Del mismo modo, es preciso tener en cuenta su aportación a campos de los que todavía hoy sabemos poco, como es el de las crónicas en el que se ha avanzado poco desde sus ya casi centenarios trabajos, desidia que, obviamente, no se puede cargar en su cuenta, sino en la de las generaciones posteriores. Desde sus tempranas Crónicas Generales de España (1898), patrocinadas por la Casa Real, siguiendo por la primera edición de la Estoria de España alfonsí, a la que Menéndez Pidal dio el inexacto pero explicativo título de Primera Crónica General de España, que mandó componer Alfonso el Sabio y se continuaba bajo Sancho IV en 1289, publicada en 1906, y en la que trató de dar un texto lo más aproximado al inicial de una obra casi completamente desconocida hasta el momento, a pesar de su conciencia de ser tarea que precisaría de revisión y de corrección posterior. De acuerdo con ello, fue dicha obra la primera en ser editada por el Seminario Menéndez Pidal en 1955, dentro de su costumbre de corregir y actualizar los trabajos que habían quedado atrasados.
Con todo, lo más conocido de los estudios pidalianos es el conjunto de trabajos dedicados al Cantar de Mío Cid y, en general, a la épica española. En ellos plantea para la épica un origen popular, similar al de las baladas germánicas, identificadas con el romancero, que se habría plasmado en la composición de cantos noticieros cercanos a los hechos narrados que habrían permanecido en la memoria del pueblo mediante la recitación, en lo que Menéndez Pidal llamó "estado latente". En esta latencia, tuvieron papel fundamental los juglares, que difundieron dichos cantos y les infundieron su estilo peculiar, adecuado a la recitación memorística, dada la escasa difusión de le escritura. El texto permanecería, por tanto, en la memoria colectiva, bien que no de una forma estática, sino con variantes propias de cada recitador que, por otra parte, no debían llegar a distorsionar la base del relato. Ello otorgaba a cada recitación un carácter único y, necesariamente, efímero. Posteriormente, los cantares fueron fijados por escrito bien por su importancia intrínseca, así el Cantar de Mío Cid, bien por considerarse material adecuado para la redacción de crónicas, en las que con frecuencia se prosificaban fragmentos de cantares sin disimular siquiera las asonancias. Ello llevó a Menéndez Pidal a dos conclusiones de carácter muy diferente: la historicidad de los cantares, harto discutible hoy día, y la antigüedad de la épica, y de las literaturas románicas con ella, que se remontaría mucho más atrás en el tiempo de lo que demuestran los textos conservados.
Estos textos, por otra parte, no serían sino excepciones de lo que fue un universo literario básicamente oral que sólo nos ha llegado parcialmente. Frente a la teoría colectiva y tradicional, varias voces (singularmente la de Bédier) defendieron la existencia de un autor culto que produjo el poema probablemente al calor de unas circunstancias sociales concretas, relacionadas por lo común con las necesidades económicas de los monasterios. La cuestión del autor único, defendida en los últimos tiempos por Colin Smith con tanto denuedo como falta de base científica, cuenta, en cambio, con el problema de la escasez y la dispersión de los textos (habitual en el estudio de las épocas de orígenes) que impiden una certificación de la autoría personal y única. Por tora parte, se puede achacar a la teoría pidaliana un exceso en la reconstrucción de cantares a partir de romances y prosificaciones que iría, también por lo escaso y disperso de los textos, más allá de lo permisible científicamente hablando.
Dentro de la obra de Menéndez Pidal cabe distinguir tres facetas: la lingüística, la de análisis y reconstrucción textual y la literaria e histórico-cultural. En el aspecto estrictamente lingüístico, sus obras maestras son los Orígenes del Español. Estado Lingüístico de la Península hasta el siglo XI (1925, ampliado en 1950), primera parte de una Historia de la lengua española en la que trabajó durante años y que quedó, finalmente, inconclusa, donde publica gran cantidad de textos sobre los primeros tiempos de nuestra lengua, desde las propias Glosas, a los que acompaña un pormenorizado análisis de los testimonios lingüísticos que aportan tales textos, y el Manual elemental de gramática histórica española (1904, ampliado en sucesivas ediciones hasta la de 1940 y que desde la sexta se conoce como Manual de Gramática Histórica), en el que sistematiza por vez primera los elementos que constituyen la lengua española desde un punto de vista histórico, que ponen de manifiesto todos ellos el rigor de su método y la separación definitiva de la filología moderna respecto del estilo retórico y ampuloso de los maestros del XIX, que aún había de perdurar en la obra de otros investigadores. Otros trabajos que afectan al mismo campo son el inicial "Notas sobre el bable hablado en el Concejo de Lena", artículo publicado en 1899 que abre la larguísima lista de libros, artículos y comunicaciones que llegaría hasta 1965; Documentos lingüísticos de España, I: Reino de Castilla (1919), colección en la que sería auxiliado para sucesivas entregas por Navarro Tomás en los referentes al Reino de Aragón; Toponimia Ibero-vasca en la Celtiberia (1950); Toponimia prerrománica hispana (1952-53), El Dialecto Leonés (1906, bien que reeditado y actualizado en 1962), así como varios volúmenes que recopilan trabajos de menor envergadura, como los que integran El idioma español en sus primeros tiempos o La lengua de Cristóbal Colón, ambos de 1942; Estudios de lingüística o En torno a la lengua vasca (1962).
Dentro de la segunda vertiente, la dedicada al análisis e interpretación de textos, es preciso citar en primer lugar su seminal trabajo sobre el Cantar de Mío Cid (1908-1911), ampliación del premiado por la Academia, que conocería sucesivas revisiones a lo largo de la vida del estudioso y en cuyo estudio incluye un apartado lingüístico digno de ser parangonado con los trabajos ya mencionados. Anteriores son La Leyenda de los Siete Infantes de Lara (1896), su primer estudio, al que siguieron las ediciones de la Disputa del alma y el cuerpo y el Auto de los Reyes Magos (ambos en 1900); el Poema de Yuçuf (1902); la Razón de Amor (1905); El Romancero Español (1910); la ya mencionada Flor Nueva de Romances Viejos (1928); Tres Poetas Primitivos. Elena y María, Roncesvalles, Historia Troyana Polimétrica (1948), de los cuales Roncesvalles y Elena y María lo habían ocupado ya en artículos publicados en la Revista de Filología Española; Antología de prosistas españoles (1899 y 1928); Crestomatía del español medieval (1965-66), publicada durante su última enfermedad y redactada en equipo, a partir de los materiales allegados por don Ramón, dirigido por Rafael Lapesa o la por él llamada Primera Crónica General (1955), primera publicación del Seminario Menéndez Pidal.
Finalmente, de la tercera vertiente son estudios como El Cantar del Cid, la epopeya castellana a través de la literatura española (1910), Poesía juglaresca y juglares (1924), libro que supuso un importante avance dentro del campo de la literatura comparada y que recibió un nuevo título en su sexta edición (1957): Poesía juglaresca y orígenes de las literaturas románicas; Historia y epopeya (1934), La España del Cid (1929); De Cervantes y Lope de Vega; Poesía árabe y poesía europea; De la primitiva lírica española y antigua épica; Los españoles en la literatura; Los Reyes Católicos y otros estudios; Idea imperial de Carlos V, sin duda una de las páginas más endebles y menos afortunadas del grandísimo investigadorque fue Menéndez Pidal, al tiempo que uno de los trabajos que más han perjudicado a su imagen; El Imperio Hispánico y los cinco reinos; dos épocas de la estructura política de España (1950), trabajo que no está a la altura de los mejores del autor en el que estudiaba la época de Alfonso VII como un intento de restaurar el antiguo imperio leonés y de mantener la unidad de la comunidad hispánica. La obra fue duramente criticada por Vicens-Vives. Posterior es La "Chanson de Roland" y el neotradicionalismo; orígenes de la épica románica (1959), tardío pero excelente testimonio de su infatigable trabajo y de su lucidez crítica que muestra la perspectiva románica que alumbró siempre su trabajo, incluso en momentos tan poco proclives al internacionalismo dentro de España, y su firmeza frente a los ataques de los bedieristas, partidarios de la autoría individual de los poemas épicos. Dedicó, asimismo, Menéndez Pidal varios estudios a la figura del Padre Las Casas, tales como El Padre Las Casas (1962), El padre Las Casas; su doble personalidad (1963) o El Padre Las Casas y Vitoria.
Otros estudios de interés son Los Reyes Católicos y otros estudios (1962); España, eslabón entre la Cristiandad y el Islam y un largo etcétera en la que se sitúan, además, numerosísimos artículos y conferencias publicados a lo largo de toda su vida. En la faceta histórica, se inclina Menéndez Pidal por el estudio de tipo histórico frente a la preocupación estética, casi desdeñada en sus trabajos sobre el Cantar de Mío Cid.
Además de su brillantísima carrera como filólogo, en su faceta como historiador Menéndez Pidal inició en 1927 la Historia de España, un ambicioso proyecto cuyo propósito era "hacer la historia de un pueblo, no de héroes, de reyes o de batallas". La ambiciosa colección sufrió diversas interrupciones y Menéndez Pidal sólo llegó a ver publicados doce tomos, desde 1935 hasta su muerte. Dirigida desde 1975 por José María Jover Zamora, finalmente esta obra colectiva, en la que trabajaron más de cuatrocientos autores, se cerró en 2004 con la  publicación de los tres últimos tomos. En total, la Historia de España consta de cincuenta mil páginas y cuenta con veinte mil ilustraciones.