Premio Cervantes 2010 para Ana María Matute
El misterio, después de tantos días de expectativas y pronósticos varios, ha llegado a su fin: a la hora de disputarse el prestigioso Premio Cervantes, niJuan Goytisolo, ni Arturo Pérez-Reverte ni Nicanor Parra lograron imponerse por sobre Ana María Matute, una española nacida en Barcelona el 26 de julio de 1925 que, desde hacía tiempo, se había convertido en la candidata favorita de muchos especialistas en cuestiones literarias.
Con la confirmación de la creadora de propuestas como “Olvidado rey Gudú” y“Aranmanoth” como flamante destinataria del reconocimiento dotado con 125 mil euros que fue fundado en 1975 por el Ministerio de Cultura de España, numerosos expertos e intelectuales ven cumplido su deseo de distinguir la labor de una mujer que, durante años, ha logrado enriquecer a fuerza de talento, compromiso y originalidad el legado literario hispánico.
Uno de los autores que recibió con satisfacción este logro de Matute es el catalán Josep Maria Castellet, quien en declaraciones efectuadas ante Europa Press manifestó sentirse “muy contento” por el triunfo de una colega“inteligente y sensible” que “si no tenía una cosa decente para decir, no la publicaba”. Por su parte, José Manuel Caballero Bonald sostuvo ante la agencia EFE que éste es “un premio justiciero” porque realza la figura de “una escritora excelente” cuya obra merece ser valorada “por ser un ejemplo de innegable relevancia en el desarrollo de toda la literatura española de posguerra”.
Según informa “Faro de Vigo”, la encargada de revelar la identidad de la persona que, desde el punto de vista del jurado, merecía ganar la edición 2010 del Premio Cervantes fue la ministra de Cultura Ángeles González-Sinde, quien explicó que la elección de Ana María Matute, una autora a la cual definió como“un ejemplo maravilloso para todas las mujeres dedicadas a la cultura”, se produjo por mayoría tras seis votaciones.
Ana María Matute
Había un niño que no sabía jugar. La madre le miraba desde la ventana ir y venir por los caminillos de tierra con las manos quietas, como caídas a los dos lados del cuerpo. Al niño, los juguetes de colores chillones, la pelota, tan redonda, y los camiones, con sus ruedecillas, no le gustaban. Los miraba, los tocaba, y luego se iba al jardín, a la tierra sin techo, con sus manitas, pálidas y no muy limpias, pendientes junto al cuerpo como dos extrañas campanillas mudas. La madre miraba inquieta al niño, que iba y venía con una sombra entre los ojos. «Si al niño le gustara jugar yo no tendría frío mirándole ir y venir». Pero el padre decía, con alegría: «No sabe jugar, no es un niño corriente. Es un niño que piensa».
Un día la madre se abrigó y siguió al niño, bajo la lluvia, escondiéndose entre los árboles. Cuando el niño llegó al borde del estanque, se agachó, buscó grillitos, gusanos, crías de rana y lombrices. Iba metiéndolos en una caja. Luego, se sentó en el suelo, y uno a uno los sacaba. Con sus uñitas sucias, casi negras, hacía un leve ruidito, ¡crac!, y les segaba la cabeza.